Imparto clases de teatro para actores y directores desde hace muchos años. Y lo he hecho en diferentes sitios: tanto en ciudades de Latinoamérica como de Europa.
A veces oigo que los alumnos se quejan de que algunos ejercicios se repiten. ¿Es una queja legítima? ¿Por qué los actores no quieren repetir mientras que un pianista o un violinista sabe que para dominar la técnica debe ejercitarse todos los días durante varias horas repitiendo escalas y arpegios?
No es la tarea de un maestro impartir clases entretenidas, sino ocuparse de que el alumno aprenda. En ese sentido mi modelo es el del artista renacentista. Los discípulos lo rodeaban, y copiaban los cuadros del maestro durante muchos años. Con el tiempo mejoraban su técnica y las copias eran cada vez mejores. Se los llamaba “de la escuela de Rafael” o “de la escuela de Rembrandt”. A veces las copias eran tan buenas que resultaba difícil distinguir si había que atribuir la obra al maestro o al discípulo. Con el tiempo éste se independizaba, emprendía su propio camino y encontraba su estilo.
El maestro debe repetir lo que enseña porque habrá un momento – y no antes – en que el alumno comprenderá. Por eso el dicho oriental reza así: “cuando el alumno está preparado, el maestro aparece”. Recuerdo que, en una ocasión, le dije a mi profesor de teatro: “Qué interesante eso que comentaste hoy de mi trabajo”. Su respuesta fue: “Hace tres años que te lo vengo diciendo.