Es evidente que hoy en día la improvisación en el teatro goza de mucho prestigio. Todo el mundo improvisa y en los talleres de teatro se enseña todo el tiempo.
Yo mismo cuando comencé a dirigir teatro en Buenos Aires improvisaba bastante. Ahora que lo pienso en realidad lo hacía porque no sabía que otra cosa hacer.
Cuando comencé a dirigir espectáculos en Alemania mi trabajo como director cambió. Cada vez le di más importancia al texto y observé que los actores alemanes se lo sabían ya desde el primer ensayo. Por supuesto eran actores que pertenecían a teatros estatales y todos gozaban de buenos salarios.
Lo cierto es que vi que ellos no entendían ni les entusiasmaba la idea de improvisar. “¿Para qué?” me decían. Y poco a poco fui viendo que lo que ellos hacían era improvisar con el texto, es decir, encararlo de tantas formas diferentes que yo, como director, podía optar por la que más me convencía.
Eso fue un descubrimiento importante en mi trabajo. En una ocasión, ensayando “Esperando a Godot” en el Teatro Estatal de Mannheim, habíamos creado un espacio escénico que parecía un paisaje lunar, con elementos de plástico en el suelo muy trabajados y que tomaban la forma de un manto de carbón. El actor que encarnaba a Vladimir, en unas de las escenas finales en las que tenía un monólogo conmovedor, de pronto detiene el ensayo, me mira a mí que estaba en la platea y me dice “A esta altura de la obra, en el estado en que está mi personaje, ¿no debería yo embadurnarme con todo este carbón y terminar con la cara negra?”
Mi asombro fue grande. “Por supuesto Manfred, le dije, probémoslo ya mismo”.
Cuando vi que en este monólogo final el actor se volvía sucio de desesperación me di cuenta que la idea era fantástica. Así lo hizo y así quedó ya desde el estreno.