A propósito del estreno de esta obra en 1904 cuenta Stanislasvski:
“Hasta hoy en día persiste la opinión de que Chejov es el poeta de lo cotidiano, el cantor de los hombrecillos grises e incoloros; que sus piezas constituyen una página desolada de la vida rusa, que es un testimonio de la molicie espiritual del país. La insatisfacción que paraliza todas las iniciativas, la desesperación que mata las energías, y que representa las condiciones necesarias para que en las mismas florezca la típica angustia eslava, son en general los motivos de sus obras escénicas.
EL CHEJOV REAL
Pero ¿Por qué esta característica de Chejov está en tan abierta pugna con mis recuerdos? Yo lo vi con mucha mayor frecuencia alegre, animado, y risueño que sombrío, no obstante que yo lo solía tratar en las peores épocas del mal que lo aquejaba. Allí donde se hallaba Chejov, aún enfermo, con frecuencia reinaba la broma, el chiste, la risa, y hasta las travesuras. ¿Quién sabía hacer reír mejor que él o decir tonterías con la cara seria? ¿Quién odiaba más que él la ignorancia, la incultura, la grosería, el tedio, los chismes, la villanía y el eterno “tomar té” sin hacer nada?
LA ÉPOCA
En sus piezas, en medio de la completa desesperación que reinaba en Rusia en 1880 y en 1890, con bastante frecuencia se encendían en ellas ideas luminosas, augurios estimulantes respecto a la vida dentro de doscientos, trescientos y hasta mil años, en nombre de los cuales debíamos sufrir entonces.
Él fue uno de los primeros que sintió lo inevitable de la Revolución, cuando ésta se hallaba aún en ciernes y la sociedad seguía nadando en abundancia y excesos. Quién, sino él, comenzó a talar el hermoso y floreciente JARDIN DE LOS CEREZOS, en la convicción de que ese tiempo pasado, estaba irremisiblemente condenado a la desaparición?”
“Mi vida en el arte”, Konstantin Stanislavski
