PREPARACIÓN
Peter Brook recuerda en su libro “El espacio vacío”:
“Cuando Sir Barry Jackson me pidió que dirigiera en Stratford “Trabajos de amor perdidos”, en 1945 –que fue mi primer montaje importante- ya había trabajado en teatros más pequeños y tenía la suficiente experiencia para saber que los actores, y sobre todo los supervisores de escena, sienten el mayor desprecio por quien “no sabe lo que quiere”, como dicen. Así, la noche anterior al primer ensayo me senté ante un modelo del decorado, angustiado y sabiendo que, en adelante, cualquier vacilación sería fatal. Comencé a mover las plegadas piezas de cartón que representaban a los 40 actores a quienes al día siguiente tendría que dar definidas y claras órdenes. Una y otra vez monté la primera entrada de la Corte, comprendiendo que ése sería el momento en que todo se ganaría o se perdería, numeré las figuras, trace planos, moví los cartones arriba y abajo, los situé en grandes y pequeños grupos, los puse a un lado, los trasladé atrás, los derribé, maldije y comencé de nuevo.
LA REALIDAD
Cuando a la mañana siguiente llegué al teatro, con mi grueso libro con todo apuntado bajo el brazo, el supervisor escénico me acercó una mesa y observé que le impresionó favorablemente el tamaño del volumen. Dividí a los actores en grupos, les asigné un número y los situé en sus respectivos lugares de partida; a continuación, después de leer mis órdenes en voz alta y segura, dejé que avanzara la masa de actores.
En cuanto comenzó a moverse, comprendí que mi idea era equivocada. No guardaban la mínima semejanza con mis figuras de cartón esos actores que avanzaban empujándose, algunos con pasos demasiado rápidos que yo no había previsto, llegando de repente sobre mí, sin detenerse, queriendo seguir su marcha, clavándome su mirada o bien demorándose, haciendo una pausa, incluso retrocediendo. Nadie había realizado más que el primer movimiento, que correspondía a la letra A de mis notas; nadie estaba correctamente situado y por lo tanto el movimiento B resultaba imposible. Mis horas de preparación eran inútiles, me sentí desalentado, perdido por completo.
LA REACCIÓN
¿Debía comenzar de nuevo, instruir a mis actores con el fin de ajustarlos a mis notas? Una voz interior me urgía a hacerlo así, pero otra me indicaba que mi modelo era mucho menos interesante que el que se desarrollaba ante mí: rico en energía, pleno de variaciones personales, moldeado por entusiasmos y perezas individuales, prometedor de ritmos diferentes, abierto a inesperadas posibilidades. Fue un momento de pánico. Al recordarlo ahora, pienso que en ese momento mi futuro estuvo pendiente de un hilo. Me aparté de mis notas, me situé entre los actores y a partir de ese entonces no he vuelto a trazar ningún plan de antemano. Comprendí de una vez para siempre la presunción y locura de creer que un modelo inanimado puede reemplazar al hombre.”
Fue una suerte para él, que Peter Brook advirtiera su error y corrigiera a tiempo. Se convirtió así en un director creativo y no alguien que enfrenta un ensayo sólo con ideas preconcebidas.
El error es nuestro mejor maestro. Cuesta aceptarlo, pero no hay nada de malo en ello. Aprendemos de él, siempre que podamos verlo a tiempo, o que alguien nos lo señale, y no nos atrincheremos en la casa fortificada de nuestro pequeño yo.