En el Festival Internacional de Teatro de Buenos Aires, en Septiembre de 2001, se presentó una versión de “Hamlet” puesta en escena por el director lituano Eimuntas Nekrosius.
En la representación llovía casi todo el tiempo sobre el escenario. Yo me preguntaba: “¿Por qué tanta agua en “Hamlet”? No agregaba nada especial, pero tampoco molestaba. Posteriormente supe que el agua era un elemento muy propio de la estética de este director, y la ha utilizado mucho en distintas puestas en escena.
En fin, el espectáculo transcurría bien, aunque sin nada especial, hasta que al final, cuando ya han muerto casi todos los personajes principales, salvo Horacio y Fortinbrás, sucedió algo extraordinario.
El actor que encarnaba al fantasma del Padre, acercándose al cuerpo tendido y sin vida de Hamlet, se inclinó pidiéndole perdón sin pronunciar una palabra. Esto que, naturalmente, no lo escribió Shakespeare, yo no lo había visto nunca en una versión de la obra.
Ese gesto me llenó de asombro y al mismo tiempo de una extraña alegría: en ese momento comprendí la esencia del asunto. La venganza, el tema central de la pieza, eso que el Padre le exige a Hamlet y éste jura llevar adelante aún al precio de su propia vida, esta venganza adquiría gracias al gesto del Padre todo su terrible significado: a causa de ella Hamlet hipoteca su vida en plena juventud y arrastra a la muerte a todos quienes lo rodean. Se convierte en un asesino y en un hombre sin proyecto. Por amor al Padre Hamlet sacrifica su vida y la de los demás.
El gesto final del Padre arrojó una luz deslumbrante y esclarecedora sobre la tragedia e hizo patentemente clara la insensatez de esa exigencia. La venganza se ha consumado pero el resultado es sólo más muerte y destrucción.