El primer espectáculo que vi dirigido por Peter Brook fue en Londres y se trataba de “El sueño de una noche de verano” de Shakespeare.

Viniendo de Buenos Aires, de las pocas veces que había visto esta obra, recordaba que en la escenografía había un nutrido grupo de árboles de papel pintado que representaban el bosque de Atenas. Cuál no sería mi sorpresa al encontrarme ahora con un espacio casi vacío, formado por una caja blanca con sólo tres lados y los actores instalados en el borde superior de las paredes, y desde allí bajar o saltar a escena. O descender desde arriba y hamacarse en columpios, como en una escena entre Oberón y Puck en la que mientras se columpiaban iban pasándose de uno al otro un disco dorado sostenido por unas varitas mientras se decían el texto.

Más tarde comprendí que este prodigio de ingenio y humor hecho con casi nada era la esencia de la búsqueda teatral de Brook. Un sortilegio hecho de ausencia, de magia para cautivar y emocionar al espectador sin embaucarlo, sin dejar de hacerle ver todo el tiempo que se encontraba en un teatro, que todo era ficción y verdad al mismo tiempo. Después supe que él había tenido a sus actores entrenando durante varios meses en las técnicas de la Ópera de Pekín para conseguir esa destreza y liviandad en los movimientos.

Como Brook ha mostrado muchas veces la magia no consiste en trucos ni efectos sino en lograr con lo mínimo que en el escenario se conjuguen el movimiento, la música y el texto para llevarnos al asombro, y eso es lo que produce la revelación.

Por algo dijo en el comienzo de su libro El espacio vacío: “Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro le observa, y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral.”